Lo encontró al borde del Acantilado
empeñado estaba en arrojarse al vacío,
pero apareció su mano y la madrugada,
Aún caen en el abismo de la vida
misma.
No encontró el sueño, enredado en
sueños,
habitaba un bosque de duendes y reyes
magos,
las realidades, amenazantes sombras de
futuro,
y la mañana, fiesta de ilusiones
pasajeras.
Habitaba la cueva un dragón
soñoliento,
él, orgulloso, fullero, estúpido
pendenciero.
Un Dragón derrotado y un impúdico
caballero.
Desterrado el dragón, ascendido el
caballero.
De los tres hermanos sólo ella cazaba
estrellas,
en su hatillo una enana roja y una
estrella subenana.
Curiosos desdoblaron el hatillo de su
hermana,
escaparon las estrellas y se la
llevaron con ellas.
Érase una tierra muy lejana, tan lejana
que aun no ha devuelto este cuento,
camina por las tierras castellanas,
navega los mares, hoy sopló el viento.
Eran sus besos hurtados a la luz del
recreo.
Precoz, reconoció en ella el despertar.
Notó en sus labios un timbre secreto,
el mismo que puso fin al amor del
recreo.
Pensad en las estepas de Mongolia,
en los Mares del Sur, los bosques del
este,
las brillantes nevadas del norte,
y ahora tristes volver a este triste
cuarteto.
Le ofreció el viejo brujo una manzana,
de un solo mordisco dio con su
corazón.
Una princesa, animada por las enanas,
bajó del caballo, lo miró, lo tocó y
lo besó.
Adolfo Lisabesky
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