miércoles, 15 de enero de 2014

Cuentos para después de un almuerzo I


Lo encontró al borde del Acantilado
empeñado estaba en arrojarse al vacío,
pero apareció su mano y la madrugada,
Aún caen en el abismo de la vida misma.

No encontró el sueño, enredado en sueños,
habitaba un bosque de duendes y reyes magos,
las realidades, amenazantes sombras de futuro,
y la mañana, fiesta de ilusiones pasajeras.

Habitaba la cueva un dragón soñoliento,
él, orgulloso, fullero, estúpido pendenciero.
Un Dragón derrotado y un impúdico caballero.
Desterrado el dragón, ascendido el caballero.

De los tres hermanos sólo ella cazaba estrellas,
en su hatillo una enana roja y una estrella subenana.
Curiosos desdoblaron el hatillo de su hermana,
escaparon las estrellas y se la llevaron con ellas.

Érase una tierra muy lejana, tan lejana
que aun no ha devuelto este cuento,
camina por las tierras castellanas,
navega los mares, hoy sopló el viento.

Eran sus besos hurtados a la luz del recreo.
Precoz, reconoció en ella el despertar.
Notó en sus labios un timbre secreto,
el mismo que puso fin al amor del recreo.

Pensad en las estepas de Mongolia,
en los Mares del Sur, los bosques del este,
las brillantes nevadas del norte,
y ahora tristes volver a este triste cuarteto.

Le ofreció el viejo brujo una manzana,
de un solo mordisco dio con su corazón.
Una princesa, animada por las enanas,
bajó del caballo, lo miró, lo tocó y lo besó.

Adolfo Lisabesky



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