Y le manchaba los dedos de harina al entregarle el paquete. Mi padre lo cogió y corrió al embarcadero, aquella isla parecía un decorado, también la barca, e incluso el diminuto mar que atravesó.
Llegó a casa y saborearon los restos del pastel que tanto había gustado al notable invitado. Nadie entonces pensó que ese trozo de repostería nos daría de comer a generaciones de pasteleros. Aun hoy pocos saben que el pastel de cierva, no tiene ni ciervo ni cierva, que ese pastel medio dulce y medio salado, debe su nombre a D. Juan de la Cierva.